Aquel fin de semana de carnaval, mientras aguardaba cola junto a mis amigos en la puerta del local, me fijé en que el portero no era el de siempre, el que nos conocía. Así que uno de los vigilantes, al verme, se dirigió hacia mí y me dijo:
“Chaval, no puedes pasar. Hace rato que te estoy observando y por tu manera de caminar, veo que llevas un buen colocón. Más te vale irte a la cama que venir aquí a dar problemas”.
Mis amigos intentaron convencer al hombre de que yo no tomaba alcohol y de que mi forma de caminar, aunque pareciera rara, era esa. Esa noche no pudimos entrar en la discoteca, así que acabamos en un bar musical de la zona, hasta altas horas de la madrugada.
Con el paso del tiempo, me percaté de que, además de no poder mantener mis pasos de forma constante, sufría también de una gran inseguridad al caminar. Cuatro meses más tarde, en una visita al hospital junto a mi padre, aquejado también del mismo problema, el neurólogo se dirigió a nosotros con estas palabras:
“Señores, las analíticas, resonancias y demás pruebas realizadas, confirman que sufren Ustedes de una patología muy rara llamada ATAXIA CEREBELOSA HEREDITARIA, tipo 3 ( SCA3 ). Es una enfermedad degenerativa del cerebelo que puede afectar al equilibrio, al habla, a la vista, a la deglución, al ir al baño, además de ir mermando la musculatura en general, provocando frecuentes caídas. Es un proceso lento e irreversible. Llegado el momento, deberán desplazarse en silla de ruedas y depender de otra persona para realizar las actividades básicas del día a día. Esperemos que la medicina encuentre algún día un fármaco que pueda paliar o curar este mal. Al chico, al haberlo cogido más joven, la evolución de la enfermedad será más rápida. A Usted, los años harán que la afección avance más despacio, pero sin detenerse …”
Intuí el mal rato que el Doctor estaba pasando, al dictaminar tan cruel diagnóstico, pero era consciente de que la verdad no puede esconderse con buenas palabras. Al salir de la consulta, mi padre (50) y yo (22) nos abrazamos, envueltos en un mar de lágrimas, ante la mirada compasiva del resto de pacientes. Papá se repuso y fijando sus ojos sobre los míos, comentó:
“Bueno, hijo. La vida nos ha hecho una jugarreta, ¿verdad? Pero me tienes que prometer que jamás perderás la sonrisa ni la esperanza. Debemos pensar que tarde o temprano ganaremos esta batalla, ya verás”.
Llevo ya varios años en silla de ruedas. He perdido el habla, la vista, los amigos, la novia y algún kilo. Pero tengo la suerte de que mis padres y mis hermanos me adoran, y por eso siempre sonrío y mantengo la esperanza de que alguien nos ayudará. Hay mucha gente buena.